Dudé unos instantes antes de entregarle el DNI, pero la suerte estaba echada vía manipulador Booking. El fluorescente de un Top-less colindante auguraba que la noche en el hotel Leuka podría ser una pesadilla. De hecho lo fue, igual que para los 50 jubilados que venían del Imserso y que desembarcaron delante mío desdoblándose al salir de un autobús, cercano también a la pensión contributiva por su aspecto: Cruel.
La cena la resolví en El Merengue de los años 60, sin reformar, de familia y del Alicante sin avenidas. Antes del plato combinado, me ofrecieron «gran Hermano o el fútbol». «Fútbol», dije. Se jugaba la «Copa Montoro», a tenor de los morosos a pie de campo.
De postre, más vino.
Volví a la España sin wi-fi, sin desodorante, sin mando a distancia. Hay que desintoxicarse de tanto flujo hiperinformativo, pensé. Pero el objetivo de este post no es llorar por el papel prensa de aquel Diario Información, que pasó de ser del movimiento nacional a las manos «privadas», sino la de cuestionar el poder informativo de internet.
La evolución de las redes sociales está confirmando la vigencia de la teorías tradicionales de la sociología de la comunicación. Facebook, así como Twitter, son puro interaccionismo simbólico, una pantalla que exhibe nuestro lado pixelado con un enfoque siempre limitado por el contexto y la opinión instantánea.
Una interrelación que proyecta nuestra personalidad adaptada a la capacidad de comprensión de nuestra audiencia. Puro «framing». Generamos una idea, un mensaje procesado para la red y no para la conversación natural cara a cara. Se pierden los matices, la semántica del instante, se «pantalliza» nuestra personalidad.
David Trueba se «retractaba» de su «no me siento español», cuando en realidad era una frase procesada para un público distinto, en un contexto radicalmente diferente a la red y enunciada desde el humor y la ironía. No le hemos perdonado; la red no perdona.
Pero la acción sepulturera de las redes sociales sobre el sentido estricto de la expresión alcanza la cumbre del despropósito cuando el «fake», la broma, el gamberrismo informativo irrumpe en el devenir de la actualidad.
No se puede pedir precisión absoluta en el diálogo en la barra del bar de las redes, pero si un mínimo de decencia a las empresas que amparan cualquier contenido, desde la calumnia a la pornografía, la pedofilia; pasando por la destrucción masiva de la reputación de cualquiera.
Es por eso que estamos en lo de siempre. Ética de la información en un sector de mass media tecnologizado por ídolos de la nueva economía. Los mismos ídolos que pagan criopreservar la maternidad/paternidad hasta que el beneficio sacie el apetito de los jefes, llámese Apple o Facebook.
En los inicios de internet, se hizo común instalar un antivirus en los ordenadores, el clásico «Panda». Aquí se necesita un elemento más: Kung-fu Panda. Álguien detrás de la máquina que defienda la intimidad de los usuarios, sus derechos básicos. Hablamos de pasar a la defensa activa de cada uno de los navegantes, algo que requiere instaurar una cultura del respeto en el complejo entramado de internet.
Evolucionamos, sí, pero una atrofia progresiva de la verdad y el autoengaño conduce a la caída de los imperios, el de Roma, el de Napoleón, la predemocracia de Hitler, el de un cineasta y el de la misma libertad de expresión. No es una solución legislativa, sino formativa y de respeto mutuo. No es tan difícil si recuperamos el sentido de la responsabilidad informativa, sobre todo los que tienen el control de los servidores, antes llamados «mass media«, hoy «micromedia».
Construir una gran burbuja informativa sin certeza y que después las propias máquinas de posicionamiento SEO la sacraliza, nos va a transformar en una sociedad de marionetas idiotizadas por un «community manager» desaprensivo.
Que llamen a Kung-fu Panda, un Defensor de la RED, o volveremos al Leuka, con sus puertas de pestillo, a la TV en blanco y negro, la hegemonía de Gran Hermano, al Booking mentiroso y a la prensa «del movimiento» con la dictadura del más embaucador.